martes, 8 de enero de 2008

Lectura de la Sesión 1 (de 7 al 11 de Enero)

¿Qué significa “creer”?

Admitido: los enunciados de la fe no tienen el mismo carácter que las leyes matemáticas o físicas. Su contenido no puede ser demostrado, ni como en las matemáticas ni como en la física, por evidencia directa o por el experimento ad oculos. Pero la realidad de Dios tampoco sería la realidad de Dios si fuese tan visible, aprehensible, comprobable em­píricamente, si fuese verificable experimentalmente o deducible matemática y lógicamente. “Un Dios que existe no existe”, dijo una vez con razón el teólogo evangélico y miembro de la Resistencia Die­trich Bonhoeffer. Pues Dios -entendido en lo más profundo y últi­mo- no puede ser nunca simple objeto, cosa. Si lo fuese, no sería Dios. Dios sería entonces el ídolo de los hombres. Dios sería un exis­tente entre existentes, y el hombre podría disponer de él, aunque sólo fuese intelectualmente.

Dios es por definición el in-definible, el i-limitable: una realidad li­teralmente invisible, inconmensurable, inaprehensible, infinita. Es más: Dios no es una dimensión de nuestra realidad pluridimensional sino que es la dimensión “infinito”, recónditamente presente en todos nuestros cálculos diarios, aunque no la percibamos..., excepto en el cálculo infinitesimal que, como es sabido, forma parte de las mate­máticas superiores.

La dimensión “infinito”, no sólo matemática, sino también real, ese campo de lo inaprehensible e inconcebible, esa invisible e incon­mensurable realidad de Dios, no es racionalmente demostrable, por más que lo hayan intentado los teólogos y a veces también los cientí­ficos, contrariamente a la Biblia hebrea, contrariamente al Nuevo Testamento y contrariamente al Corán, libros todos ellos en los que la existencia de Dios no se demuestra nunca de modo argumentativo. Desde una perspectiva filosófica, Immanuel Kant tiene razón: nuestra razón pura, teórica, no llega tan lejos. Ligada al espacio y al tiempo no puede demostrar lo que está fuera del horizonte de nuestra expe­riencia espacio-temporal: ni que Dios existe ni -y esto suelen pasar­ lo por alto los ateos- que Dios no existe. Tampoco ha aportado nadie hasta ahora una prueba convincente de la no-existencia de Dios. Indemostrable no es sólo la existencia de Dios, sino también la existencia de la nada.

Por eso rige lo siguiente: nadie está obligado racional-filosófica­mente a suponer la existencia de Dios. Quien quiera suponer la exis­tencia de una realidad meta-empírica “Dios”, no puede hacer otra cosa que aceptarla sin más, prácticamente. Para Kant, la existencia de Dios es un postulado de la razón práctica. Yo prefiero hablar de un acto del hombre entero, del hombre dotado de razón (Descartes) y de corazón (Pascal), más exactamente: de un acto de confianza razonable que, si no tiene pruebas rigurosas, sí dispone de buenas razones; del mismo modo que esa persona que, tras ciertas vacilaciones, acepta con amor a otra persona, sin tener, en rigor, pruebas estrictas de esa con­fianza suya, pero sí -salvo en los casos de un fatídico “amor cie­go”- buenas razones. Mas la fe ciega puede tener consecuencias tan desastrosas como el amor ciego.

La fe del hombre en Dios no es, por tanto, ni una demostración racional ni un sentir irracional ni un acto de decisión de la voluntad, sino una confianza fundada y" en ese sentido, razonable. Ese confiar razonadamente, que no excluye el pensar, preguntar y dudar y que concierne a un mismo tiempo al entendimiento, a la voluntad y al sen­timiento, es lo que se llama, en sentido bíblico, “creen>. No una sim­ple aceptación de la verdad de ciertas proposiciones, sino un com­promiso del hombre, del hombre entero, primariamente no con esas proposiciones sino con la realidad misma de Dios. Es la distinción que ya hizo el gran Doctor de la Iglesia latina Agustín de Hipona: no sólo un “creer algo” (aliquid credere), ni sólo un “creer a alguien” (crede­re alicui), sino “creer en alguien” (credere in aliquem). Es eso lo que significa la palabra “credo”: “creo”,
- no en la Biblia (digo esto contra el biblicismo protestante), sino en aquel de quien da testimonio la Biblia;
- no en la tradición (digo esto contra el tradicionalismo ortodo­xo orienta!), sino en aquel que es transmitido por la tradición;
- no en la Iglesia (digo esto contra el autoritarismo católico-ro­mano), sino en aquel que es objeto de la predicación de la Iglesia;
- o sea, y ésta es nuestra confesión ecuménica: credo in Deum: creo en Dios.

Ni el símbolo de la fe es tampoco la fe misma sino sólo expresión, formulación, articulación de la fe; por eso se habla de “artículos de la fe”. Y sin embargo el hombre contemporáneo me preguntará: “Quien sigue creyendo hoy en Dios ¿no invalida el espíritu de la Ilustración? ¿No vuelve a caer, lo quiera o no, en la Edad Media o, por lo menos, en la época de la Reforma? ¿No se olvida, no se reprime así toda la crítica de la religión que ha llevado a cabo la modernidad?

Credo, Hans Küng, Editorial Trotta, Valladolid, 1994
Extracto del capítulo 1.

Complemento:

Símbolo de los Apóstoles:
Llamado así porque resume fielmente la fe de los Apóstoles. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma, la que formó Pedro. De la verdad de estas creencias dio testimonio con su vida San Estaban, el primer martir (el verbo griego martureo significaba ser testigo, dar fe). Después Santiago, el hermano de Juan. Después y ya en Roma, Pedro mismo, y Pablo, y muchísimos más.

Creo en Dios,
Padre todopoderoso,
creador del cielo y de la tierra.
Y en Jesucristo,
su único Hijo,
nuestro Señor,
que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo,
nació de Santa María Virgen,
padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado,
muerto
y sepultado,
descendió a los infiernos,
al tercer día resucitó de entre los muertos,
subió a los cielos
y está sentado a la derecha de Dios, Padre todopoderoso.
Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y muertos.
Creo en el Espíritu Santo,
la santa Iglesia católica,
la comunión de los santos,
el perdón de los pecados,
la resurrección de la carne
y la vida eterna.
Amén.

Símbolo de Nicea - Constantinopla (niceo constantinopolitano)
Se le llama así porque es una fusión de los credos redactados en el Concilio de Nicea (325) y en el Concilio de Constantinopla (381). Estos concilios defendieron la verdadera naturaleza de Jesús frente a dos herejías: el Arrianismo negaba la naturaleza divina de Cristo, y el Monofisismo su naturaleza humana. Apoyándose en la tradición que les había llegado desde los Apóstoles, los concilios condenaron ambas herejías y declararon que Jesús era ciertamente verdadero Dios y verdadero hombre. El Catecismo nos explica (Nos. 245-7) que la afirmación de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (en el texto latino: Filioque) no figuraba en en el símbolo confesado el año 381 en Constantinopla. Pero sobre la base de una antigua tradición latina y alejandrina, el Papa San León la había confesado dogmáticamente el 447, antes incluso que Roma conociese y recibiese el símbolo de 381, en el Concilio de Calcedonia del año 451. El uso de esta fórmula en el credo fue poco a poco admitido en la liturgia latina. Sin embargo, todavía hoy, es un motivo de no convergencia con las Iglesias ortodoxas.

Creo en un solo Dios,
Padre todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.

Creo en un solo Señor, Jesucristo
Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios,
Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho;
que por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación
bajó del cielo,
y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, La Virgen,
y se hizo hombre;
y por nuestra causa fue crucificado en tiempos de Poncio Pilato;
padeció y fue sepultado,
y resucitó al tercer día,
según las Escrituras,
y subió al cielo,
y está sentado a la derecha del Padre;
y de nuevo vendrá con gloria
para juzgar a vivos y muertos,
y su Reino no tendrá fin.

Creo en el Espíritu Santo,
Señor y dador de vida,
que procede del Padre y del Hijo,
que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración
y gloria,
y que habló por los profetas.

Creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica
Confieso que hay un solo bautismo para el perdón de los pecados.
Espero la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro.
Amén

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