jueves, 13 de marzo de 2008

¿Para qué estamos en el mundo?

Fue Calvino quien formuló la pregunta básica: “¿Cuál es el objetivo primordial de la vida humana?”. Y su lapidaria respuesta, en el cate­cismo de Ginebra de 1547, reza: “C'est de cognoistre Dieu”: “Cono­cer a Dios”. Yo mismo, como tantos otros, aprendí de memoria en mi juventud la siguiente respuesta que daba el conocido catecismo cató­lico de ]oseph Deharbe, S.]. (1847) a la pregunta de por qué estamos en este mundo: “Estamos en el mundo para conocer a Dios, amarle, servirle y así llegar al cielo”.

Hoy en día hay tantas personas que no le ven ningún sentido a la vida; hay tanta gente con enfermedades psíquicas, con vacío existen­cial. Y sin embargo, ya sean calvinistas o católicas, tales respuestas no convencen hoy, por su limitación, ni siquiera a quienes tienen con­vicciones religiosas. Lo cual no quiere decir que haya que tirar defi­nitivamente por la borda esas fórmulas tradicionales, sino que habría que completadas desde otra perspectiva, deshaciéndolas y rehacién­dolas de nuevo. ¿Ir al cielo? ¿No tenemos antes que hacer frente a nuestras responsabilidades aquí en la tierra? También los cristianos están convencidos hoy de que el sentido de la vida no es sólo, en abs­tracto, “Dios” o “lo divino”, sino el hombre como tal, lo universal­mente “humano”. No sólo el cielo, como lejana bienaventuranza, sino también la tierra, como bienaventuranza concreta y terrenal. No sólo “conocer a Dios”, “amar a Dios”, “servir a Dios”, sino también realizarse, desarrollarse, amar al prójimo, al cercano y al lejano. Y también habría que incluir en todo ello, evidentemente, el trabajo diario, la vida profesional, y sobre todo, por supuesto, las re­laciones humanas. ¿Y cuántas cosas no habría que añadir si se qui­siera aplicar una perspectiva “holista”, total, de la vida?

Pero, a la inversa, y precisamente desde una perspectiva total, hay que preguntarse si el sentido de la vida, la felicidad, una vida plena, se encuentran solamente en el trabajo, en los bienes materiales, el lucro, el triunfo profesional, el prestigio, el deporte y el placer. El ansia de dominio, el deseo de placer, la obsesión del consumo ¿pueden dar la felicidad a una vida humana, con todas sus tensiones, rupturas, conflictos? No nos llamemos a engaño: el ser humano es algo más, eso lo sabe todo aquel que ha llegado a los límites de todas sus activida­des. Esa persona se ve confrontada entonces con la siguiente pregun­ta: ¿qué soy yo cuando ya no puedo rendir, cuando soy incapaz de realizar ninguna actividad? Debemos, en efecto, estar alerta para que las constricciones[1] de la técnica y la economía, para que los medios de comunicación, que dominan de forma creciente nuestra vida diaria, no nos hagan perder nuestra “alma”, nuestra existencia como sujeto personal y responsable. Debemos estar alerta para no convertimos en puro instinto, en puro placer, en puro poder, en hombres-masa, y tal vez en pura inhumanidad. La meta irrenunciable será conseguir ser auténticamente hombre, auténticamente humano. Auténticamente humano: tal podría ser la descripción elemental, lapidaria, del sentido de la vida que podrían compartir hoy hombres de la más diversa procedencia, nacionalidad, cultura y religión.

¿Y el cristiano? ¿La existencia cristiana no es algo más que la exis­tencia humana? Pero los cristianos no ponen hoy en duda que un cris­tiano haya de ser auténticamente hombre y luchar por un mundo humano, por la libertad, la justicia, la paz y la conservación de la creación. Lo cristiano nunca ha de implicar menoscabo de lo humano. Ser cristiano no es “más” que ser hombre, en sentido cuantitativo; los cristianos no son superhombres. Pero lo cristiano sí puede implicar la ampliación, profundización, arraigamiento, más aún, radicalización de lo humano, al basar esa calidad humana en la fe en Dios y al tener como modelo de vida a Jesucristo.
Visto así, el cristianismo puede ser entendido como un humanis­mo perfectamente radical que, en esta tan contradictoria vida huma­na, en esta sociedad tan conflictiva, no sólo da su asentimiento a todo lo verdadero, bueno, bello y humano, como se decía antes, sino que también abarca inevitablemente valores no menos reales: lo no­-verdadero, no-bueno, no-bello, incluso lo no-humano. El cristiano no puede eliminar todos esos valores negativos (sería una funesta ilusión que, haciendo caso omiso del hombre como tal, implicaría la forzosa obligación de ser feliz), pero sí puede combatidos, conllevados, trans­formados. En resumen, ser cristiano significa practicar un humanismo que consigue asimilar no sólo todo lo positivo sino también todo lo negativo: sufrimiento, culpa, carencia de sentido, muerte, yeso debi­do a una última e inquebrantable confianza en Dios, una confianza que se basa no en los propios méritos, sino en la misericordia divina.

¿No será esto también una ilusión ajena a la realidad? No: esto ya lo vivió quien ha de ser guía de los cristianos, “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), y que lo vivió con esa fundamental radicalidad de lo humano. Sobre esa base religiosa debe ser posible alcanzar la pro­pia identidad psíquica, liberándonos de la angustia, pero también la solidaridad social, liberándonos de la resignación causada por las servidumbres objetivas. Más aún: con esa fe que confía debería ser po­sible hallar un sentido a la vida incluso allí donde tiene que capitular la razón pura, en vista del sufrimiento absurdo, de la miseria incon­mensurable, de la culpa imperdonable. En otra ocasión he resumido lo esencial del cristianismo en una breve fórmula que desde entonces me ha ayudado a caminar por una vida de penas y alegrías, de éxito y dolor:

Siguiendo a Jesucristo
el hombre puede, en el mundo de hoy,
vivir, obrar, sufrir, morir,
de modo auténticamente humano,
en la dicha y la desdicha, en la vida y en la muerte,
sostenido por Dios y ayudando a los hombres.

El credo también apunta, en último término, a un nuevo sentido de la vida y a una nueva manera de obrar, a un camino alimentado por la esperanza, basado en la fe y consumado en la caridad. Fe, es­peranza, amor: esta fórmula puede resumir, para un cristiano, el sentido de la vida, “pero la mayor de todas es el amor” (1 Cor 13,13).

[1] Del verbo constreñir: Obligar, precisar, compeler por fuerza a alguien a que haga y ejecute algo. Oprimir, reducir, limitar.
Tomado de "Credo", Hans Küng.

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